Lo que nunca acaba

Nos respira en la nuca y nos hace llorar.
Ama el sabor salado emanado como agua.
Ama nuestro terror profundo
y teme por nuestro amor rotundo
a todo lo otro que no somos nosotros
pero que
de alguna manera si.

Nos pone la picana entre las tetas,
entre las cejas,
entre las piernas,
y aun así:
ni
mu.

Nos golpea.
Nos grita.
Nos viola.
Nos da latigazos con su cinturón.
Nos pone el revolver en la sien y:
ni
mu.

Y es que antes de delatar a una compañera, a un compañero:
Muerta
Mutilada
Lo que sea.

De lo flâneur a lo quietud

Nos cerraba del todo, o mejor, del casi todo lo amoroso del caminante urbano que piensa andando: perdiéndose. Que fluye y discurre: divaga. Pero ahora sabemos que nos cierra lo estanque, nos cierra habitar lentamente una esquina, unos escalones, acomodar el cuerpo al hueco momentáneamente inútil en medio de la urbanidad rentable.

Decimos así, flâneur trocado por el pensamiento del cuerpo sentado en el umbral, por la serenidad en lo que no nos protege, por la calma en la intemperie. Esto fue lo que pasó para llegar a lo que decimos que estamos pensando. Ahora le damos palabras.

Llegué tarde, como siempre que puedo. Veinte antes de la película era el trato, estuve ahí menos cinco. Impuntual así: igual me quiere. Sabe que voy a entrar corriendo con los pelos enredados y pidiendo algún perdón, que sabemos no cambia nada. Compartimos una de las mejores películas que vi en mi antro precioso de la calle Rivadavia, cerca del congreso.

Tanteo qué hacer después del film, le cabe mi onda de birra en zaguán, de birra de supermercado con destapador de kiosco, nada me enamora más. Vamos por ello y directo a los escalones de una escuela privada inactiva a estas horas, en donde nadie se inquiete para pedirnos un “permítame”.

Así estábamos esa bella joven y yo en los escalones de un terciario privado, un grupo de muchachos nos mira, a los gritos hacen cola para tomar un bondi, el 150 dicen entre ellos. Pasa una mujer que es atajada momentáneamente con esta frase por uno de los pimpollos que espera el 150: «Estoy hablando con mi esposa pero si te venís conmigo la dejo»; y así varias veces, con múltiples frases englobaban a las pasantes. Por ahí que pase quien quiera que se llevaba lo suyo. Su cuota de intimidación cotidiana, de asco en la cara, de dolor en el alma. Nosotras ahí, mordiéndonos los labios, intentando no responder. Era cuestión de horas y de diferencia numérica, dos un martes a las diez contra once muchachos bien tuneados de brazos y demás. Ellos se fueron, la gente transcurría mil a mil. Nosotras veíamos como se despegaban de cada baldosa y seguían.

La encantadora joven ve algo y dice “plata”, “¿qué?”, “plata, ahí»;, señala veinte pesos, “compremos algo»;. Llenamos un rato la panza con unos palitos de kiosco. Seguíamos en el estanque urbano que imaginábamos perfecto. En eso vino Cristian, que todavía no sabíamos que se llamaba así y nos pidió lo que quería mostrando una moneda, dijimos que no, lo primero que se dice cuando no se sabe qué decir. Seguimos hablando mientras cada una pensaba en él, lo sacamos de la bocha y lo pusimos en palabras “¿Vamos a buscarlo?” Antes de los cinco pasos había vuelto, nos reímos con él mientras contaba que un mal presentimiento lo trajo de nuevo para este lado de Callao y no para el otro.

Cristian, totalmente flaco, carga tres camperas y una camisa de jean, todo metido en el pantalón, cinturón de por medio, su delgadez debe ser más profunda de lo que vemos. Nos agradece y se va. Vuelve con una empanada y una coca, se puso unos lentes que nos quiso vender, lo halagamos, no tiene más de 23 años, él lo confirma, tiene 22. Se ríe con nosotras detrás de sus lentes, le decimos que si dice “mamita me das una moneda” no va a tener mucha suerte. Hace ochos meses que vive en la calle, que come en la calle, que duerme en la calle, que habla con quien puede en la calle. Está sin mamá hace casi un año, “se me fue la vieja”. Abandonó Morón porque allá no podía estar más, no hubo nada para el alquiler y lo demás, en mudanzas, que era lo que hacía, ya no tuvo laburo. Lo invitaron unos parientes a vivir al campo, pero eso de levantarse con las gallinas no le gustaba nada. Una mujer pasa y lo besa, le dice algo, él nos cuenta que es “una loquita de por ahí” que se enamoró de él. La entendemos, Cristian es muy bello.

Después de un rato le anunciamos que nos vamos, que el bondi se pone poco pasador a esa hora y que vivimos lejos. Nos dice gracias por la charla, que le gusta conversar pero nunca sabe bien con quién, que muchas veces tiene miedo, que no es fácil y que los hogares son horribles. Le hablo del hogar Monteagudo y nos vamos dejando una parte de amor ahí, entre las baldosas, el envase vacío y los escalones de ese frío terciario.

Antes de llegar a la parada, una mujer, una divinidad de casi 50 años nos ofrece carilinas que no podemos comprar. Nos vamos con el alma atravesada, no hablamos por dos cuadras. Antes de llegar a la esquina de la parada una abuela que nos hubiésemos traído cada una a su casa vende patitos que hacen luz. La cosa se termina de desmoronar. Nos quedamos sin charla definitivamente. Nos miramos. Nos decimos todo, sabemos que nos duele mucho. Por eso sabemos qué lucha estamos librando, sabemos que nos duele lo injusto, la bala de goma, el despido, la estigmatización, el olvido, que el otro valga la nada.

Sabemos porque entendemos, desde el lucido desentrame que teje Amador Fernández-Savater, que el neoliberalismo se tornó una concepción hegemónica del mundo que supone concebirnos gestores de nosotros mismos, empresarios de nuestras propias fuerzas productivas, somos la imagen del átomo que emprende su salvación, su negocio, su mercado. Él repone que esta lógica hace mella en cada uno de los lugares donde hacemos nuestras experiencias cotidianas, se va tornando un cóctel desde el cual hacemos inteligible nuestra trayectoria. La matriz del cuerpo-empresa torna todo lo otro en competidor, entonces las metas de lo deseable se dibujan en mecanismos del éxito, en la autorrealización, el emprendedorismo como vía para efectivizar ese combate uno a uno. Hay un punto que remarca Fernández-Savater que solo es pasible de ser repuesto en modo de cita: “El neoliberalismo pasa por los cuerpos. No se sostiene por lo que opinamos de él, sino por lo que nos hace sentir. Podríamos estar todos en contra y la máquina seguir funcionando tranquilamente. Porque estamos en contra en abstracto y en general, pero en las situaciones concretas que habitamos cotidianamente se nos hace evidente y deseable. Tiene todo el sentido”. Por eso, porque siempre estamos delineando nuestro ambiente, estamos recontra seguras de que al neoliberalismo se lo resiste cotidiana y corporalmente, de modo categórico y entre lazos profundos, constantes, reales, amorosos. Se le resiste oponiendo en cada estanque pasible de experiencia otras definiciones de lo deseable, de lo evidente, hay que disputarle al neoliberalismo todos los flancos de su hegemonía; se le resiste trocando zaguanes en livings, pensando en la calle, habitándola de manera rotunda.

Todo lo que vamos a decir del Amor por nunca jamás

Mientras intentas terminar de redactar un parcial grupal que va de mal en peor y se retuercen entremezcladas tus banderas sobre lo pedagógico con los sonidos de música creada para ser destruida del gimnasio de la esquina donde eufóricos tipos y chicas que no adoran sus tripas saltican mirándose al espejo para verse de bien a mejor, la voz de una mujer enojadísima le dice a alguien del otro lado del celular que ya sabe todo, que se fue todo al carajo, que tiene audios y conversaciones guardadas, el tono se sube más cada vez, y yo ya soy esa pelea. Me arrimo a la ventana, el parcial perdió todo su hilo, ella dictamina “no me querés, no me quisiste nunca, no hicimos juntos ni un par de zapatos, ni siquiera un par de pantalones”, todo eso mientras la música para subir y bajar de un step salpica la acción. Y en definitiva ocurre eso que siempre supimos: el amor no es otra cosa que una construcción, una manufactura, una mutualidad que crea o es la nada.

Príncipe Rojo

Vas a venir desde lejos para hacernos el amor
y yo
que adoro tus ojeras y tus pies deshilachados de obrero con angustia
voy a contarte de las penas que carga mi día,
del hombre nuevo que duerme en la calle
a tres cuadras de donde estamos.
De esa beba, mamá y nena
que a la salida del trabajo me recibieron unas galletitas
y todos mis ojos desarmados.
Me vas a decir del tren
y de los vendedores que ya son tus amigos
y que ese que ves igual a tu viejo
cada vez puede gritar menos y tose más
entre vagón y vagón.

Me vas a ocultar tu miedo de sentir una pena abismal
porque me ves ya muy sensible.
Pero a vos más que a mi es a quien querés sobornar,
a vos más que a mí le decís,
«haceme precio por estas tres mil trescientas derrotas que cargo».

Me vas a abrazar como sabemos
y nos vamos a hacer las paces con el día
tomando esa copa de vino
antes que el fin de mes la oculte.

Vamos a leernos en voz alta ese poema que nos quedó de ayer
mientras lavábamos los platos.

Vamos a irnos a dormir debatiendo,
no entendiendo,
maldiciendo,
llorando,
cantando bajito después,
encontrando una justa por donde salir a pelearla,
desencontrarla de nuevo y seguirla buscando.

Vamos a darnos las manos abajo de la sábana para restituirnos
un poco,
vamos a adorarnos tanto como sabemos
porque antes que a nosotros amamos al mundo,
amamos sentir que lo truncamos,
que le ofrecemos alternativas a su lógica macabra,
a su insoportable individualismo,
a su asfixiante meritocracia
a su bobo manual del éxito.
a su ruin diferencia de clase,
de genero,
de raza.
Porque antes que dos
somos todo lo otro que ya no es yo.

Mendigando algo de Amor

20171121_012119.jpgLe damos pie, hilamos con palabras, nos narramos la escena del mundo que destraba la reflexión porque no nos gusta hablar sin asidero, ponemos entonces lo que podemos sobre la mesa porque andar escondiendo nos resulta de una hipocresía que no profesamos, y aun así, reconocemos que muchas reflexiones todavía carecen de este enlace por haberlo metido muy atrás en la aguantera de la bocha.

Un extraño me quiere dejar pasar, hacemos contacto visual, intercambiamos palabras, “pasa tranquilo, yo voy a atar la bici ahí” declaro, “yo la dejé en aquel estacionamiento, hoy me olvidé el candado” retruca, paso, pasa, pasantes que por un segundo intercambian un átomo de su acontecer. Efectivamente ato la bici en ese ahí y voy a buscar entradas para ver a Lauryn Hill, traspaso la puerta y el último en la fila era el extraño conocido, hablamos del esplendor de Lauryn y en muy poco es su turno, pasa, terminó su trámite, “chau, nos vemos en el recital”, “dale nos vemos” dije como se dicen las formalidades. Tardó en ser mi turno, alguien pasó delante mío por una diferencia de papeles, burocracias de la compañía de teléfonos que ofrece el espectáculo.

La ruta que me llevó hasta ahí me era confusa, me perdí dos veces entre diagonales, calles para peatones y lo céntrico. Antes de arrancar procuré aprender alguna salida segura del tumulto para no ir titubeando en dos ruedas entre autos maniobrados por almas efusivas y bondis que arremeten con pasión. Antes de desatar la bici, el muchacho aparece con la suya, “voy para Almagro, ¿vos?”,  “para Floresta”, “buenísimo podemos pedalear un rato, ¿querés?” “vamos”, me estoy por subir a mi febril transporte cuando argumenta “caminemos estas dos cuadras que son peatonales y después arrancamos porque sino tenemos que desviarnos”. No paramos de hablar todo el trayecto que nos llevó hasta Avenida Córdoba, dos cuadras en el centro pueden parecer siete. Me propone ir a tomar algo a la plaza, no sin antes comentar que siempre quiso ir al museo de armas que se desplegaba en la esquina misma que pisábamos, le digo “museo o plaza” después de indagar sobre su curiosidad por las armas, que no era más que su pasión por los museos, “soy un negro de mierda, no un intelectual como mi familia, yo ni terminé la secundaria, pero amo los museos”, esa frase arremolinó muchas cosas en mi mente, “vamos a la plaza, tomemos una birra” le sugerí, necesitaba seguir la madeja que presentaba su cabeza, la punta del ovillo ya me había fascinado.

De las horas siguientes, de desentramado de trayectorias y retramado de desconocidos, de charla imparable, sólo importa que terminamos inexplicablemente abrazados, mucho, fuerte. Dentro de mi cabeza sólo había lugar para la risa, mi mirada que a casi todo le comienza a aplicar nube de conceptos, narración, entendimiento, no podía, ante ese escenario, más que entregarse irreflexivamente a lo que estaba pasando.

Entre tanto, un señor dormía en el pasto mullido de la plaza del barrio bien, era de esas personas que etiquetamos con un “vive en la calle” pero no sabemos mucho más, de dónde vienen, qué les pasó, cómo se sienten, qué hacen cuando llueve, así como no sabemos muchas de las cosas que ocurren en ese lugar público, y de nadie a la vez, que llamamos calle, afuera, exterior. Porque por más que llenemos plazas, veredas y avenidas después nos vamos a dormir en una cama, comemos en esa mesa, limpiamos ese inodoro.

Mauro, el nombre que densificó al nuevo amigo, dijo riendo, “vamos a hacerle cucharita, está muy solo”, hice ademán de parame, sonrió, me atrajo de nuevo hasta él y seguimos la charla. La tarde se desgajó así, dos desconocidos sin compromisos cercanos con el reloj, desempleados que buscan laburo y escuchan demasiado jazz.

Le resulté rara, una piba que va a tomar una birra a una plaza con un pibe desconocido, y tenía razón, con lo moldeados que tenemos los movimientos en el mercado de la fe machista es por demás esperable que esa actitud lleve el apodo de algo inaudito. Pero en ese momento todo me decía que si no lo hacía moría igual, sin esa tarde hubiese muerto, estaría ahora un poco más seca, un poco menos alborotaba, mirando alguna serie, esperando sin sentido que suene el celular para acordar una frívola entrevista de laburo. Se culpa a las víctimas por lo que hacen y no se piensa que si lo dejan de hacer solo corren al resguardo de lo esperable, lo inmutable, lo tieso, lo cadáver. La posibilidad de conocer y dar ternura a un extraño, de darnos a conocer y recibir el abrazo, es la posibilidad ética de seguir viviendo amorosamente en este mundo.

Aun así, no todos cargamos con esta posibilidad, aunque remotísima, de enlace extraño, o mejor dicho, en ella se entraman muchas cosas más y es acá donde la reflexión que dije que traía en el inicio entra a correr de lleno, porque sale de las preguntas que me vengo haciendo, que me vuelvo a hacer, que no me dejan dormir.

Esto, entonces, comienza a gestarse algo así como: ahora que andamos implorando abrazos hasta que vuelva Cristina, Macri aprenda a leer, o lo que sea, y que sentimos que eso alivia, lo necesitamos, lo merecemos, la bocha se me plaga con esta pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que ese señor que duerme donde encuentra recibió un abrazo? ¿Quién beso por última vez a esa persona que habita el pavimento, un banco de plaza, un cacho de pasto? ¿Qué última frase amorosa habita sus recuerdos? ¿Qué mano toco su mejilla para decirle lo hermosos que son sus cachetes? ¿Cuándo le llenaron de besos el hombro derecho? ¿Qué cantidad de capas cargan sus deseos que les permitan no extrañar tanto un calor ajeno? Antes de esta tarde, antes de la frase de Mauro sobre la cucharita, mi pregunta rondaba en algo así como ¿cuándo fue la última vez que comiste?

Entonces pienso que habrá ollas populares que den fideos pero eso no reviente el abismo que cubre toda la falta. Que la desigualdad social engorda y enquista un profundo desprendimiento afectivo, inequidad y soledad, y acá ni cerca estamos de hablar de amor romántico, de días de San Valentín, ni de sueños de a dos, sino de algo más rotundo, de contacto, de acercamiento, de sentir que el abrazo ajeno repone las partes del cuerpo que se nos desunían. Entonces me imagino en el cuerpo de ese hombre que duerme ahí, que cuando se despierta nos mira charlar y abrazarnos, pienso en todo el abismo que se abre, en lo absurdo que se torna todo cuando lo único que se puede pedir sin alarmar es una moneda.

Entonces lo sentimos entre la piel, en el cuerpo, en la manos, la posibilidad de pedir y recibir amor también esconde, una vez más, a la infatigable desigualdad socioeconómica.

Terruño: desnaturalizador

Somos les habitantes del duelo. Lloramos un rato a nuestro muerto, tomamos unas cervezas, leemos un libro, bailamos, meditamos, reímos y arrancamos otra vez, porque morir se ha muerto bastante.

Acudimos al entierro de lo que nos dijeron que debíamos decir, marchamos hasta el velorio de las formas sociales que nos harían muy, muy felices. Claro que nos desgarramos el día en que nos dejaron de lado esos amigos a los que ya no les caímos bien. En una parroquia con humedad despedimos algunos miedos y otros tantos se colaron en nuestros duelos más ateos. Aquello que pensaban que íbamos a ser se ahoga bajo la tierra rica de un parque, que ahora se enrejó y devino en algo que no esperaba y también hay un cementerio para parques que mueren, creemos que algunos están ahí recontra floreciendo entre gusanos rechonchos y cosas así.

Nos afligimos porque era de esperar que si se morían algunas cosas otras más iban a tambalear hasta caer, esos deseos de belleza estándar, estándar mucho y muy estándar. Ese sueño mullido de sillón dos cuerpos, de auto con airbag. Nos dolió porque ese chico que tanto queríamos se fue con nuestro último tono cínico pero es que llega una hora del día de los duelientes en que se nos escapan las hachas por aquí y allá y con los fideos a poco pasar vamos quedando menos.

Pero tenemos algunas zonas que no paran de venir y venir y nos vamos trasplantando y las ramas crecen rápido y por ahí alguna cosa más se nos cae pero el agua no para de llegar y sonreímos y una caída más y sabemos que es el ciclo, que son los gajes de los desna, que desnaturalizan naturalizándose, que se colman el cuerpo de sentidos y los ojos se llenan de vida porque pueden y los corazones que ya no tienen lugar para tanto estallan de ratos y vuelven a crecer de a borbotones.

Los desna morimos y renacemos en forma de Blog.

Macrismo: la propuesta de un Estado Don Pirulero, donde cada quien atiende su juego

Quiero que mis impuestos paguen el sueldo de una trabajadora en el CCK, el de un promotor de salud, el de un dentista de argentina sonríe. Y que las docentes de la UBA vivan del IVA que se llevan las birras que compro, y que las docentes de las escuelas y terciarios se financien cuando compro verdura. Pretendo, además, que todo el equipo pedagógico de las escuelas secundarias, que los administrativos del ministerio de Turismo, que las enfermeras de un hospital, que el sueldo digno del profe de esa orquesta municipal y todos los instrumentos, que la piba que todos los días entra en el AFSCA para hacer cumplir la ley, que ese ingeniero que hace que conectar igualdad conecte, que esa mujer que arregla papeles y organiza el plan progresar, que todo el equipo de la productora que está haciendo una animación para PakaPaka, que los micrófonos que se necesitan en Canal Encuentro, que la retribución digna de una ama de casa jubilada, que el sueldo de todos los pibes en la ventanillas del PAMI, que las estanterías y libros de la Biblioteca Nacional se financien con cada gota impositiva que sudamos.

Pero te veo a vos mirándome, riendo de mis deseos, hablándome del dólar azul o verde. De tu derecho a circular, de los vagos que comen la corroña y que te dan asco, que las cadenas de la loca te cansaron pero que las tuyas las querés más gruesas, que me intentas explicar lo necesario de restituir la propiedad impropia de buitres sin fondo. Te miro bien y no sé cómo decírtelo. Ahora que las ganancias del tarifazo van a pagar deudas privadas estatizadas, van a engrosar cuentas truchas en paraísos fiscales, las fiestas privadas a las que nunca vas a ir, los arreglos de la cara y de la casa de Majul.

Entonces canto de nuevo la canción y sé que una prenda tendré por no jugar mi juego, y ocuparme de mis manos y mi aliento y mi voz y mi yo hasta el infinito, hasta el hartazgo, no te juzgo, te comprendo vos seguís las reglas de un juego que yo quiero cambiar. Estas energías que cargamos irán hasta allá, a la orilla que no produce las reglas pero que las reproduce a raja tabla. La batalla es por las normas culturales y fatídicas de un egoísmo que no es tuyo tampoco, pero creés que si.

Diatriba identidad II

Yo no soy Nisman,
ni quiero serlo,
o
ni lo hubiese sido,
ni voy a imaginarlo,
ni voy a cargar carteles clamándolo.
Todo su mundo me queda a contramano.

Yo soy el trabajador golondrina
que viaja,
que cruza el país de norte a sur,
que transpira mucho más de 2000 kilómetros
para poder morfar,
que le prometen el cielo
y le cumplen el infierno.
Que lo tienen en tinglados
de mala vida y
de mucha muerte.
A mí me mato la cana
por una orden macana
que bajaba desde muy
muy arriba
y muy lejos
y que si le seguís el rastro
llega hasta Bélgica
como las peras y manzanas sureñas
que allá muerden sin que yo las pueda probar.
Yo soy Daniel Solano,
no
nunca
y jamás
aquel Fiscal General.

Yo soy una mantera,
una piba tomada por la trata
y todas las prostitutas de la esquina.

Soy la cajera del supermercado y el cadete,
soy ese que recarga productos en estanterías
y aquel que baja la mercadería
que es de todo menos de él
que sabe que por ella se paga menos de un tercio de lo que se cobra.

Soy el chofer del bondi
el buena onda
y el que no aguanta más.
Soy una kiosquera cansada
y todos los telemarketer.

Soy la empleada del mes de un Mc de corrientes.
Soy el peor empleado de un Subway.
Soy el obrero que armó tu oficina,
esa en la que estas más de las horas que tenés.

Soy la pendeja que entra datos
y el gerente de un Día%
que tiene que mandar
a quienes hace dos semanas eran sus compañeros de laburo.

Soy el pibe que la 5 de la mañana
vestido de blanco punta a punta
y de rojo sangre esporádico
bajó esa media res que al mediodía vas a comprar fileteada,
que ando sin faja
porque el patrón dice que
eso no corre por su cuenta.

Soy el cartonero que querés pisar con el auto
y la moza a la que le miras las tetas
y que si no sonríe la propina es baja.
Soy el viejo que ves a la madrugada en el puesto de diarios.

Soy la piba que te dio el café
que vino de un termo
en la boca del subte.

Soy el mecánico que visitas
cuando el aceite pierde o la bujía falla.
Soy el cocinero
lleno de granos
y lleno de un amor
que no puede concretar
hasta después de bañarse diez veces
intentando olvidar
por un rato
su hedor a comida
para poder recibir
durante pequeños instantes
el calor de su amiga.

Soy
también
esa vendedora ambulante
que ofrece patitos que hacen luz en Callao y Corrientes.

Soy el pibe que está en la puerta con remera de Musimundo
esperando para atenderte
pero que si fuera por él
metería todos los discos en una mochila
y saldría corriendo al encierro de su cuarto
para liberarse escuchando al flaco.

Soy el obrero de una fabrica recuperada
al que acaban de romper la cabeza
por pretender producir sin patrón.

Soy,
soy un montón,
soy todos los días
soy todo el año,
soy lo que olvidás
y soy todo
menos Nisman.