Le damos pie, hilamos con palabras, nos narramos la escena del mundo que destraba la reflexión porque no nos gusta hablar sin asidero, ponemos entonces lo que podemos sobre la mesa porque andar escondiendo nos resulta de una hipocresía que no profesamos, y aun así, reconocemos que muchas reflexiones todavía carecen de este enlace por haberlo metido muy atrás en la aguantera de la bocha.
Un extraño me quiere dejar pasar, hacemos contacto visual, intercambiamos palabras, “pasa tranquilo, yo voy a atar la bici ahí” declaro, “yo la dejé en aquel estacionamiento, hoy me olvidé el candado” retruca, paso, pasa, pasantes que por un segundo intercambian un átomo de su acontecer. Efectivamente ato la bici en ese ahí y voy a buscar entradas para ver a Lauryn Hill, traspaso la puerta y el último en la fila era el extraño conocido, hablamos del esplendor de Lauryn y en muy poco es su turno, pasa, terminó su trámite, “chau, nos vemos en el recital”, “dale nos vemos” dije como se dicen las formalidades. Tardó en ser mi turno, alguien pasó delante mío por una diferencia de papeles, burocracias de la compañía de teléfonos que ofrece el espectáculo.
La ruta que me llevó hasta ahí me era confusa, me perdí dos veces entre diagonales, calles para peatones y lo céntrico. Antes de arrancar procuré aprender alguna salida segura del tumulto para no ir titubeando en dos ruedas entre autos maniobrados por almas efusivas y bondis que arremeten con pasión. Antes de desatar la bici, el muchacho aparece con la suya, “voy para Almagro, ¿vos?”, “para Floresta”, “buenísimo podemos pedalear un rato, ¿querés?” “vamos”, me estoy por subir a mi febril transporte cuando argumenta “caminemos estas dos cuadras que son peatonales y después arrancamos porque sino tenemos que desviarnos”. No paramos de hablar todo el trayecto que nos llevó hasta Avenida Córdoba, dos cuadras en el centro pueden parecer siete. Me propone ir a tomar algo a la plaza, no sin antes comentar que siempre quiso ir al museo de armas que se desplegaba en la esquina misma que pisábamos, le digo “museo o plaza” después de indagar sobre su curiosidad por las armas, que no era más que su pasión por los museos, “soy un negro de mierda, no un intelectual como mi familia, yo ni terminé la secundaria, pero amo los museos”, esa frase arremolinó muchas cosas en mi mente, “vamos a la plaza, tomemos una birra” le sugerí, necesitaba seguir la madeja que presentaba su cabeza, la punta del ovillo ya me había fascinado.
De las horas siguientes, de desentramado de trayectorias y retramado de desconocidos, de charla imparable, sólo importa que terminamos inexplicablemente abrazados, mucho, fuerte. Dentro de mi cabeza sólo había lugar para la risa, mi mirada que a casi todo le comienza a aplicar nube de conceptos, narración, entendimiento, no podía, ante ese escenario, más que entregarse irreflexivamente a lo que estaba pasando.
Entre tanto, un señor dormía en el pasto mullido de la plaza del barrio bien, era de esas personas que etiquetamos con un “vive en la calle” pero no sabemos mucho más, de dónde vienen, qué les pasó, cómo se sienten, qué hacen cuando llueve, así como no sabemos muchas de las cosas que ocurren en ese lugar público, y de nadie a la vez, que llamamos calle, afuera, exterior. Porque por más que llenemos plazas, veredas y avenidas después nos vamos a dormir en una cama, comemos en esa mesa, limpiamos ese inodoro.
Mauro, el nombre que densificó al nuevo amigo, dijo riendo, “vamos a hacerle cucharita, está muy solo”, hice ademán de parame, sonrió, me atrajo de nuevo hasta él y seguimos la charla. La tarde se desgajó así, dos desconocidos sin compromisos cercanos con el reloj, desempleados que buscan laburo y escuchan demasiado jazz.
Le resulté rara, una piba que va a tomar una birra a una plaza con un pibe desconocido, y tenía razón, con lo moldeados que tenemos los movimientos en el mercado de la fe machista es por demás esperable que esa actitud lleve el apodo de algo inaudito. Pero en ese momento todo me decía que si no lo hacía moría igual, sin esa tarde hubiese muerto, estaría ahora un poco más seca, un poco menos alborotaba, mirando alguna serie, esperando sin sentido que suene el celular para acordar una frívola entrevista de laburo. Se culpa a las víctimas por lo que hacen y no se piensa que si lo dejan de hacer solo corren al resguardo de lo esperable, lo inmutable, lo tieso, lo cadáver. La posibilidad de conocer y dar ternura a un extraño, de darnos a conocer y recibir el abrazo, es la posibilidad ética de seguir viviendo amorosamente en este mundo.
Aun así, no todos cargamos con esta posibilidad, aunque remotísima, de enlace extraño, o mejor dicho, en ella se entraman muchas cosas más y es acá donde la reflexión que dije que traía en el inicio entra a correr de lleno, porque sale de las preguntas que me vengo haciendo, que me vuelvo a hacer, que no me dejan dormir.
Esto, entonces, comienza a gestarse algo así como: ahora que andamos implorando abrazos hasta que vuelva Cristina, Macri aprenda a leer, o lo que sea, y que sentimos que eso alivia, lo necesitamos, lo merecemos, la bocha se me plaga con esta pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que ese señor que duerme donde encuentra recibió un abrazo? ¿Quién beso por última vez a esa persona que habita el pavimento, un banco de plaza, un cacho de pasto? ¿Qué última frase amorosa habita sus recuerdos? ¿Qué mano toco su mejilla para decirle lo hermosos que son sus cachetes? ¿Cuándo le llenaron de besos el hombro derecho? ¿Qué cantidad de capas cargan sus deseos que les permitan no extrañar tanto un calor ajeno? Antes de esta tarde, antes de la frase de Mauro sobre la cucharita, mi pregunta rondaba en algo así como ¿cuándo fue la última vez que comiste?
Entonces pienso que habrá ollas populares que den fideos pero eso no reviente el abismo que cubre toda la falta. Que la desigualdad social engorda y enquista un profundo desprendimiento afectivo, inequidad y soledad, y acá ni cerca estamos de hablar de amor romántico, de días de San Valentín, ni de sueños de a dos, sino de algo más rotundo, de contacto, de acercamiento, de sentir que el abrazo ajeno repone las partes del cuerpo que se nos desunían. Entonces me imagino en el cuerpo de ese hombre que duerme ahí, que cuando se despierta nos mira charlar y abrazarnos, pienso en todo el abismo que se abre, en lo absurdo que se torna todo cuando lo único que se puede pedir sin alarmar es una moneda.
Entonces lo sentimos entre la piel, en el cuerpo, en la manos, la posibilidad de pedir y recibir amor también esconde, una vez más, a la infatigable desigualdad socioeconómica.