Diatriba identidad III

Poeta precaria y en penumbras
poeta que se esconde para poder escribir
para poder leer sin que le digan perdés el tiempo
mujer insulsa.
Poeta que viaja en colectivos que tardan mucho,
tramando excusa de lectura
Poeta que escribe en papelitos llenos de direcciones
mientras espera su turno en el dentista.
Poeta que arma frases antes de dormir
simulando el armado de una lista de supermercado detallada y minuciosa.
Poeta que no se cree a si misma poeta.
Profesión menor, yo soy docente,
trabajadora,
niñera,
ama de casa,
armadora de camas,
digna productiva de lo real,
soy ayudante de las cosas que se hacen adelante mío,
militante popular,
amiga.
Poeta que debería nombrarse pero le da gracia
y vergüenza enfrentarse a si misma,
a su propia inutilidad,
a su locura,
a su deseo.
Poeta que le dijeron que ser poeta no existe para ella,
para su clase social,
para su género,
para su tiempo.
Poeta como todas las poetas,
perseguida y señalada,
las de la Cruz,
las Sor,
las Juanas,
las Inés,
Las que no podemos evitar todo ese fuego que nos nace en forma de letra,
de palabra que se agolpa en las manos,
en el pecho,
en el vientre,
en la garganta
en la retina,
en la rutina.
Poetiza como hueco necesario para soportar la vida,
para darle sentido a una realidad que lo ha perdido
entre balas y patadas,
entre ricos y herencias.
Para darle sentido a un mundo
donde todavía hay bodas reales que se miran por tv
y bombardeos financiados que aterrizan en poblaciones civiles.
Poeta porque hay dolores sin trámite,
sin ley,
sin límites
Poetiza como vómito lanzado
sobre estas normas de la normalidad
y sobre sus gramáticas:
todas.

Las lunas: llenas

Me pega porque me quiere,
y eso es, como las mentiras capicuas,
toda su viceversa a la vez.
Me quiere porque me pega.
Me quiere porque me hace mierda y jura nunca más.
Me quiere porque el ruido de los golpes es distinto cada vez
entonces practica la melodía del dolor
con mi cara,
con mi estómago,
entre mis piernas.
Me quiere porque descarga contra mi mandíbula todo lo que la suya acumula.
Me quiere porque sangro más de una vez al mes,
más de una vez a la semana,
una vez cada dos días.
Yo sangro en la cuarta cerveza
ese es mi ciclo,
esa es mi luna llena
la de su puño,
la de su rabia,
la de su bronca,
la de mi dolor.

La mixtura del pantano

Recorrimos el museo juntos
y no por eso nos quisimos más.

Leímos en voz baja,
caminamos todo lo pausado que la muestra permitía.
No nos dimos la mano
ni nos miramos a los ojos.
Apenas nos susurramos algunas palabras
observaciones breves sobre el plan cóndor
y los documentos de inteligencia que leíamos,
las dictaduras latinoamericanas
las sangres
y las fotos del horror.
Recuerdo que Chile nos hizo extremadamente mal.

Habíamos llegado separados
pero sabiéndonos por ahí
sin planearlo, ni desearlo particularmente.
Él iba a ver esa película en la sala del primer piso
y yo esperaba a alguien que nunca llegó para ver al aire libre Metrópolis
con banda en vivo
y juego de cuerpos que se esparcen por el piso.

A la salida me dijo que la película no fue lo que esperaba
y que hubiese sido mejor en soledad
como todo lo suyo,
siempre desea una soledad que rompe
para sentirse peor.
“no hubiese podido ver la película como vos,
con tanta gente junta”

Nos reímos de su relato sobre un pibe
que quería levantar a una piba durante la película
preguntas básicas y comentarios al pasar.

Compramos verduras y fuimos a su casa en bondi.
No cocinamos, fuimos a su cuarto,
había cambiado las cosas de lugar desde la última vez.

A la mañana me desperté más vacía que antes,
vaciada,
confundida.

Nos bañamos y tomamos te,
el último disco de su banda aún no salía y me dio a elegir un número para que pueda tener la primicia de cómo sonaba
– 7, pedí.
El tema era sobre unos cuerpos que saben
y hacen de amores, no como la noche anterior
un refugio de mentira, horrendo y poco delicado.

No le hablé nunca más,
después entendí que el asco y el horror eran
esa sensación de invasión sobre mi cuerpo.
Después entendí que su cuarto era la mentira
y que lo poco delicado eran sus formas de violar mis ganas,
de violentar el acto, de hacerme sentir obligada.

Vomité ese día y al siguiente,
mientras comprendía ácidamente
que los modos sutiles hay que estamparlos contra la pared
y decirles bien de cerca
sos horrible y peligroso
como los medios de comunicación durante una dictadura,
como mirar para otro lado,
como no oír los gritos.

Ese último disco carga una belleza que apabulla,
lo que hace que todo sea más monstruoso y complejo a la vez,
y es que siempre hubo mundiales mezclados con masacres
para que podamos tragar la mierda esperando gritar un gol
o sentir placer.

20170807_013416

A un pasante

Por qué me mirás así
y te me acercás desafiante
monstruo
de tres cabezas
y dos cuerpos
más que el mío,
parece que querés decirme algo
y te me venís
te me venís
te me venís
mientras yo cruzo la calle
para allá
y vos para acá
y tac: choque,
-hola morocha
me decís
sudado y todo como estas.
Seguimos el paso,
nada más que eso «un hola»
no tenías nada para decir
porque no querías nada como respuesta
pero yo recibí tu mensaje
y lo llevo hasta la otra orilla de la calle
de la cual
vos venís taladrando dando pasos como moladoras
y mirandome fijo.
Entonces
paso por tus huellas,
por los huecos que dejaste en la calle
y me caigo,
tropiezo,
me hundo en cada uno de tus boquetes
me moretoneo
y me asfixio
me raspo la piel.

Mientras caigo en tu décimo pozo
miro levemente hacia el lugar a donde fuiste
y veo a otra chica cayendo en los mismos tenebrosos
agujeros
negros
tuyos,
alguien más a quien saludaste sin saludar.

Imagen-un retazo Klimt

Lo que nunca acaba

Nos respira en la nuca y nos hace llorar.
Ama el sabor salado emanado como agua.
Ama nuestro terror profundo
y teme por nuestro amor rotundo
a todo lo otro que no somos nosotros
pero que
de alguna manera si.

Nos pone la picana entre las tetas,
entre las cejas,
entre las piernas,
y aun así:
ni
mu.

Nos golpea.
Nos grita.
Nos viola.
Nos da latigazos con su cinturón.
Nos pone el revolver en la sien y:
ni
mu.

Y es que antes de delatar a una compañera, a un compañero:
Muerta
Mutilada
Lo que sea.

que no.

Verme volar te da miedo,
y verme luchar te da envidia,
me lo decís sin vueltas
atrás de tus ojos claros,
abajo de tu pelo rubio.

A tu nariz perfecta le gusta que este calmada
que cargue el aroma de lo bello,
de lo puro,
de lo tieso,
de la flor muerta.

A tu aspecto de príncipe azul cortejando
le encantan mis vestidos cortos para la
entrecasa
pero pretende el juego de piernas totalmente tapadas
si tienen que salir.

Y es que entonces:
sino te gusta mi vuelo
y no te cabe mi lucha
y mi olor a calle te espanta
y mis polleras te nublan
no somos tal y no somos cual.
Y es que entonces:
no somos
porque para ser juntos
tengo de dejar de ser
y eso:
ni loca.

De lo flâneur a lo quietud

Nos cerraba del todo, o mejor, del casi todo lo amoroso del caminante urbano que piensa andando: perdiéndose. Que fluye y discurre: divaga. Pero ahora sabemos que nos cierra lo estanque, nos cierra habitar lentamente una esquina, unos escalones, acomodar el cuerpo al hueco momentáneamente inútil en medio de la urbanidad rentable.

Decimos así, flâneur trocado por el pensamiento del cuerpo sentado en el umbral, por la serenidad en lo que no nos protege, por la calma en la intemperie. Esto fue lo que pasó para llegar a lo que decimos que estamos pensando. Ahora le damos palabras.

Llegué tarde, como siempre que puedo. Veinte antes de la película era el trato, estuve ahí menos cinco. Impuntual así: igual me quiere. Sabe que voy a entrar corriendo con los pelos enredados y pidiendo algún perdón, que sabemos no cambia nada. Compartimos una de las mejores películas que vi en mi antro precioso de la calle Rivadavia, cerca del congreso.

Tanteo qué hacer después del film, le cabe mi onda de birra en zaguán, de birra de supermercado con destapador de kiosco, nada me enamora más. Vamos por ello y directo a los escalones de una escuela privada inactiva a estas horas, en donde nadie se inquiete para pedirnos un “permítame”.

Así estábamos esa bella joven y yo en los escalones de un terciario privado, un grupo de muchachos nos mira, a los gritos hacen cola para tomar un bondi, el 150 dicen entre ellos. Pasa una mujer que es atajada momentáneamente con esta frase por uno de los pimpollos que espera el 150: «Estoy hablando con mi esposa pero si te venís conmigo la dejo»; y así varias veces, con múltiples frases englobaban a las pasantes. Por ahí que pase quien quiera que se llevaba lo suyo. Su cuota de intimidación cotidiana, de asco en la cara, de dolor en el alma. Nosotras ahí, mordiéndonos los labios, intentando no responder. Era cuestión de horas y de diferencia numérica, dos un martes a las diez contra once muchachos bien tuneados de brazos y demás. Ellos se fueron, la gente transcurría mil a mil. Nosotras veíamos como se despegaban de cada baldosa y seguían.

La encantadora joven ve algo y dice “plata”, “¿qué?”, “plata, ahí»;, señala veinte pesos, “compremos algo»;. Llenamos un rato la panza con unos palitos de kiosco. Seguíamos en el estanque urbano que imaginábamos perfecto. En eso vino Cristian, que todavía no sabíamos que se llamaba así y nos pidió lo que quería mostrando una moneda, dijimos que no, lo primero que se dice cuando no se sabe qué decir. Seguimos hablando mientras cada una pensaba en él, lo sacamos de la bocha y lo pusimos en palabras “¿Vamos a buscarlo?” Antes de los cinco pasos había vuelto, nos reímos con él mientras contaba que un mal presentimiento lo trajo de nuevo para este lado de Callao y no para el otro.

Cristian, totalmente flaco, carga tres camperas y una camisa de jean, todo metido en el pantalón, cinturón de por medio, su delgadez debe ser más profunda de lo que vemos. Nos agradece y se va. Vuelve con una empanada y una coca, se puso unos lentes que nos quiso vender, lo halagamos, no tiene más de 23 años, él lo confirma, tiene 22. Se ríe con nosotras detrás de sus lentes, le decimos que si dice “mamita me das una moneda” no va a tener mucha suerte. Hace ochos meses que vive en la calle, que come en la calle, que duerme en la calle, que habla con quien puede en la calle. Está sin mamá hace casi un año, “se me fue la vieja”. Abandonó Morón porque allá no podía estar más, no hubo nada para el alquiler y lo demás, en mudanzas, que era lo que hacía, ya no tuvo laburo. Lo invitaron unos parientes a vivir al campo, pero eso de levantarse con las gallinas no le gustaba nada. Una mujer pasa y lo besa, le dice algo, él nos cuenta que es “una loquita de por ahí” que se enamoró de él. La entendemos, Cristian es muy bello.

Después de un rato le anunciamos que nos vamos, que el bondi se pone poco pasador a esa hora y que vivimos lejos. Nos dice gracias por la charla, que le gusta conversar pero nunca sabe bien con quién, que muchas veces tiene miedo, que no es fácil y que los hogares son horribles. Le hablo del hogar Monteagudo y nos vamos dejando una parte de amor ahí, entre las baldosas, el envase vacío y los escalones de ese frío terciario.

Antes de llegar a la parada, una mujer, una divinidad de casi 50 años nos ofrece carilinas que no podemos comprar. Nos vamos con el alma atravesada, no hablamos por dos cuadras. Antes de llegar a la esquina de la parada una abuela que nos hubiésemos traído cada una a su casa vende patitos que hacen luz. La cosa se termina de desmoronar. Nos quedamos sin charla definitivamente. Nos miramos. Nos decimos todo, sabemos que nos duele mucho. Por eso sabemos qué lucha estamos librando, sabemos que nos duele lo injusto, la bala de goma, el despido, la estigmatización, el olvido, que el otro valga la nada.

Sabemos porque entendemos, desde el lucido desentrame que teje Amador Fernández-Savater, que el neoliberalismo se tornó una concepción hegemónica del mundo que supone concebirnos gestores de nosotros mismos, empresarios de nuestras propias fuerzas productivas, somos la imagen del átomo que emprende su salvación, su negocio, su mercado. Él repone que esta lógica hace mella en cada uno de los lugares donde hacemos nuestras experiencias cotidianas, se va tornando un cóctel desde el cual hacemos inteligible nuestra trayectoria. La matriz del cuerpo-empresa torna todo lo otro en competidor, entonces las metas de lo deseable se dibujan en mecanismos del éxito, en la autorrealización, el emprendedorismo como vía para efectivizar ese combate uno a uno. Hay un punto que remarca Fernández-Savater que solo es pasible de ser repuesto en modo de cita: “El neoliberalismo pasa por los cuerpos. No se sostiene por lo que opinamos de él, sino por lo que nos hace sentir. Podríamos estar todos en contra y la máquina seguir funcionando tranquilamente. Porque estamos en contra en abstracto y en general, pero en las situaciones concretas que habitamos cotidianamente se nos hace evidente y deseable. Tiene todo el sentido”. Por eso, porque siempre estamos delineando nuestro ambiente, estamos recontra seguras de que al neoliberalismo se lo resiste cotidiana y corporalmente, de modo categórico y entre lazos profundos, constantes, reales, amorosos. Se le resiste oponiendo en cada estanque pasible de experiencia otras definiciones de lo deseable, de lo evidente, hay que disputarle al neoliberalismo todos los flancos de su hegemonía; se le resiste trocando zaguanes en livings, pensando en la calle, habitándola de manera rotunda.

Todo lo que supe de vos

Aprendí a vigilarte sin que me notes
y, desde entonces, lo hago.
Te veo salir de la cama
sentarte,
volver a tirarte
y sentarte otra vez.

Veo cómo llegás hasta el cepillo de dientes
y escucho el ruidito del plástico durísimo
contra tu vasito de vidrio amarillo

Te veo la tapa,
la rosca
y el desliz eterno de pasta entre las cerdas
y te veo el cepillo en los dientes
y la boca en la espuma
y los ojos que rebotan en el espejo
recaen en tus colmillos
Y pasas y pasas y volves a intentar

Espuma. Sos puro perro con rabia.

La canilla, el enjuague,
entonces te veo expulsar con ganas el mar y la bruma.
Y el agua corriente corriendo para llegar hasta las ratas.
Y te veo el buche
y escucho el sonido del océano golpeando
en la cara interna
de tus cachetes
contra todas tus muelas
con la fuerza de una marea altísima
tu lengua que remueve y provoca el rompimiento de las olas.

Y así todo el día
te sigo
sigilosamente,
te observo,
calo tus movimientos
y veo lo de siempre:
todavía no resolviste ese conflicto con tu viejo,
todavía andás buscando esas tres palabras que te sanen,
o que te emparchen,
todavía viajás en el bondi pensando en eso y laburás maquinándolo
y garchás sin olvidarlo del todo y dormís soñándolo como pesadilla
y sacás la basura rumiándolo
y tirás esas cascaras en el tacho recién rearmado preguntándote
y te lavás las manos mirándote al espejo haciendo fuerza para saber cómo
y achicando los ojitos.
Te vigilo y lo sé
pero vos no te ves,
no querés llamarlo y decirle:
“dale, quereme viejo”

Príncipe Rojo

Vas a venir desde lejos para hacernos el amor
y yo
que adoro tus ojeras y tus pies deshilachados de obrero con angustia
voy a contarte de las penas que carga mi día,
del hombre nuevo que duerme en la calle
a tres cuadras de donde estamos.
De esa beba, mamá y nena
que a la salida del trabajo me recibieron unas galletitas
y todos mis ojos desarmados.
Me vas a decir del tren
y de los vendedores que ya son tus amigos
y que ese que ves igual a tu viejo
cada vez puede gritar menos y tose más
entre vagón y vagón.

Me vas a ocultar tu miedo de sentir una pena abismal
porque me ves ya muy sensible.
Pero a vos más que a mi es a quien querés sobornar,
a vos más que a mí le decís,
«haceme precio por estas tres mil trescientas derrotas que cargo».

Me vas a abrazar como sabemos
y nos vamos a hacer las paces con el día
tomando esa copa de vino
antes que el fin de mes la oculte.

Vamos a leernos en voz alta ese poema que nos quedó de ayer
mientras lavábamos los platos.

Vamos a irnos a dormir debatiendo,
no entendiendo,
maldiciendo,
llorando,
cantando bajito después,
encontrando una justa por donde salir a pelearla,
desencontrarla de nuevo y seguirla buscando.

Vamos a darnos las manos abajo de la sábana para restituirnos
un poco,
vamos a adorarnos tanto como sabemos
porque antes que a nosotros amamos al mundo,
amamos sentir que lo truncamos,
que le ofrecemos alternativas a su lógica macabra,
a su insoportable individualismo,
a su asfixiante meritocracia
a su bobo manual del éxito.
a su ruin diferencia de clase,
de genero,
de raza.
Porque antes que dos
somos todo lo otro que ya no es yo.

Mendigando algo de Amor

20171121_012119.jpgLe damos pie, hilamos con palabras, nos narramos la escena del mundo que destraba la reflexión porque no nos gusta hablar sin asidero, ponemos entonces lo que podemos sobre la mesa porque andar escondiendo nos resulta de una hipocresía que no profesamos, y aun así, reconocemos que muchas reflexiones todavía carecen de este enlace por haberlo metido muy atrás en la aguantera de la bocha.

Un extraño me quiere dejar pasar, hacemos contacto visual, intercambiamos palabras, “pasa tranquilo, yo voy a atar la bici ahí” declaro, “yo la dejé en aquel estacionamiento, hoy me olvidé el candado” retruca, paso, pasa, pasantes que por un segundo intercambian un átomo de su acontecer. Efectivamente ato la bici en ese ahí y voy a buscar entradas para ver a Lauryn Hill, traspaso la puerta y el último en la fila era el extraño conocido, hablamos del esplendor de Lauryn y en muy poco es su turno, pasa, terminó su trámite, “chau, nos vemos en el recital”, “dale nos vemos” dije como se dicen las formalidades. Tardó en ser mi turno, alguien pasó delante mío por una diferencia de papeles, burocracias de la compañía de teléfonos que ofrece el espectáculo.

La ruta que me llevó hasta ahí me era confusa, me perdí dos veces entre diagonales, calles para peatones y lo céntrico. Antes de arrancar procuré aprender alguna salida segura del tumulto para no ir titubeando en dos ruedas entre autos maniobrados por almas efusivas y bondis que arremeten con pasión. Antes de desatar la bici, el muchacho aparece con la suya, “voy para Almagro, ¿vos?”,  “para Floresta”, “buenísimo podemos pedalear un rato, ¿querés?” “vamos”, me estoy por subir a mi febril transporte cuando argumenta “caminemos estas dos cuadras que son peatonales y después arrancamos porque sino tenemos que desviarnos”. No paramos de hablar todo el trayecto que nos llevó hasta Avenida Córdoba, dos cuadras en el centro pueden parecer siete. Me propone ir a tomar algo a la plaza, no sin antes comentar que siempre quiso ir al museo de armas que se desplegaba en la esquina misma que pisábamos, le digo “museo o plaza” después de indagar sobre su curiosidad por las armas, que no era más que su pasión por los museos, “soy un negro de mierda, no un intelectual como mi familia, yo ni terminé la secundaria, pero amo los museos”, esa frase arremolinó muchas cosas en mi mente, “vamos a la plaza, tomemos una birra” le sugerí, necesitaba seguir la madeja que presentaba su cabeza, la punta del ovillo ya me había fascinado.

De las horas siguientes, de desentramado de trayectorias y retramado de desconocidos, de charla imparable, sólo importa que terminamos inexplicablemente abrazados, mucho, fuerte. Dentro de mi cabeza sólo había lugar para la risa, mi mirada que a casi todo le comienza a aplicar nube de conceptos, narración, entendimiento, no podía, ante ese escenario, más que entregarse irreflexivamente a lo que estaba pasando.

Entre tanto, un señor dormía en el pasto mullido de la plaza del barrio bien, era de esas personas que etiquetamos con un “vive en la calle” pero no sabemos mucho más, de dónde vienen, qué les pasó, cómo se sienten, qué hacen cuando llueve, así como no sabemos muchas de las cosas que ocurren en ese lugar público, y de nadie a la vez, que llamamos calle, afuera, exterior. Porque por más que llenemos plazas, veredas y avenidas después nos vamos a dormir en una cama, comemos en esa mesa, limpiamos ese inodoro.

Mauro, el nombre que densificó al nuevo amigo, dijo riendo, “vamos a hacerle cucharita, está muy solo”, hice ademán de parame, sonrió, me atrajo de nuevo hasta él y seguimos la charla. La tarde se desgajó así, dos desconocidos sin compromisos cercanos con el reloj, desempleados que buscan laburo y escuchan demasiado jazz.

Le resulté rara, una piba que va a tomar una birra a una plaza con un pibe desconocido, y tenía razón, con lo moldeados que tenemos los movimientos en el mercado de la fe machista es por demás esperable que esa actitud lleve el apodo de algo inaudito. Pero en ese momento todo me decía que si no lo hacía moría igual, sin esa tarde hubiese muerto, estaría ahora un poco más seca, un poco menos alborotaba, mirando alguna serie, esperando sin sentido que suene el celular para acordar una frívola entrevista de laburo. Se culpa a las víctimas por lo que hacen y no se piensa que si lo dejan de hacer solo corren al resguardo de lo esperable, lo inmutable, lo tieso, lo cadáver. La posibilidad de conocer y dar ternura a un extraño, de darnos a conocer y recibir el abrazo, es la posibilidad ética de seguir viviendo amorosamente en este mundo.

Aun así, no todos cargamos con esta posibilidad, aunque remotísima, de enlace extraño, o mejor dicho, en ella se entraman muchas cosas más y es acá donde la reflexión que dije que traía en el inicio entra a correr de lleno, porque sale de las preguntas que me vengo haciendo, que me vuelvo a hacer, que no me dejan dormir.

Esto, entonces, comienza a gestarse algo así como: ahora que andamos implorando abrazos hasta que vuelva Cristina, Macri aprenda a leer, o lo que sea, y que sentimos que eso alivia, lo necesitamos, lo merecemos, la bocha se me plaga con esta pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que ese señor que duerme donde encuentra recibió un abrazo? ¿Quién beso por última vez a esa persona que habita el pavimento, un banco de plaza, un cacho de pasto? ¿Qué última frase amorosa habita sus recuerdos? ¿Qué mano toco su mejilla para decirle lo hermosos que son sus cachetes? ¿Cuándo le llenaron de besos el hombro derecho? ¿Qué cantidad de capas cargan sus deseos que les permitan no extrañar tanto un calor ajeno? Antes de esta tarde, antes de la frase de Mauro sobre la cucharita, mi pregunta rondaba en algo así como ¿cuándo fue la última vez que comiste?

Entonces pienso que habrá ollas populares que den fideos pero eso no reviente el abismo que cubre toda la falta. Que la desigualdad social engorda y enquista un profundo desprendimiento afectivo, inequidad y soledad, y acá ni cerca estamos de hablar de amor romántico, de días de San Valentín, ni de sueños de a dos, sino de algo más rotundo, de contacto, de acercamiento, de sentir que el abrazo ajeno repone las partes del cuerpo que se nos desunían. Entonces me imagino en el cuerpo de ese hombre que duerme ahí, que cuando se despierta nos mira charlar y abrazarnos, pienso en todo el abismo que se abre, en lo absurdo que se torna todo cuando lo único que se puede pedir sin alarmar es una moneda.

Entonces lo sentimos entre la piel, en el cuerpo, en la manos, la posibilidad de pedir y recibir amor también esconde, una vez más, a la infatigable desigualdad socioeconómica.